Un tibio
almuerzo encima de una fría mesa de restaurante. Es tibio porque no requiere ni
un grado adicional al que el ambiente le imprime en esta fría tarde bogotana. Chocolate,
bocadillo, dulces, una magnificación del azúcar en cada minuto me ha llevado a
este horrible estado, un estado en el que lucho diariamente hasta por
inclinarme y atar los cordones de mi zapato en la mañana. Ni grito como loco al
cielo implorando una respuesta la consabida y casi trillada frase ¡¿pero qué
hice para merecer esto?!. Claro que lo sé: comí, y después volví a comer, y
aunque estaba lleno y dejé inconsciente a por lo menos dos personas por el
atentado involuntario por utilizar una camisa ceñida sin querer al cuerpo, por
ese elemento pequeño que impide mostrar las vergüenzas que he alcanzado por
años de desidia, de pereza y de rumiar sin cesar y sin sentido tantas delicias
culinarias al frente del televisor. Ahora me enfrento a este tibio almuerzo.
Baja la temperatura, y me enfrentaré a un frío almuerzo. No tiene remedio.
Tengo que aceptar mi triste destino, que bien merecido lo tengo. Una lechuga,
un tomate, unas bolitas que parecen ser alverjas. Si por lo menos pusieran un
poco de sabor a esta máxima expresión de la madre tierra, encarnada en tres de
sus más aventajados hijos. Sí, lo sé, es sano; pero qué feliz era cuando andaba
por la calle como un gordito simpaticón. Sí, es sano; pero he perdido la
lozanía de mi barriga, que ahora entiendo era falsa (la lozanía), sólo era la
misma de siempre con estos treinta y tantos años siempre por delante de mí.
Pero un momento, ¡tengo una salida! ¡Siempre existe una salida! Cambio lo
insípido de mi ahora frío almuerzo, por el candor de un pedazo de torta de
chocolate de postre. El que peca y reza, empata. ¡Qué vivan las falsas excusas!
Saludos,
Vlogordo
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