Tengo
enfrente una hoja de papel, una lánguida hoja de papel blanca que me mira
silenciosamente, burlándose mentalmente de mi mirada, tratando predecir mi
próximo movimiento. Y yo allí, mirándola fijamente, a veces con los ojos
perdidos en su blancura diáfana, consciente de cada músculo, de cada
respiración, esperando que llegue aquella brizna de inspiración que me permita
burlarme en la cara de esta blanca hoja de papel. Un segundo pasa y podría
describir claramente todo lo que ha pasado a mi alrededor ese segundo: un
mosco, o tal vez mosca, no tengo tanto oído, ha descrito una perfecta
circunferencia alrededor de mi botella casi vacía de té dietético; la gotera
del baño que he pospuesto arreglar me grita y cae en el recipiente que
ingeniosamente dispuse para recoger el agua para lavar mis dientes cafecinos
por el té; el silencio de la calle de madrugada acompaña al frío que recorre
mis huesos instalándose celosamente en las puntas de los dedos, como
encontrando el mejor sitio para incomodar mi entera existencia; la nevera
comienza otra vez su ciclo de concierto de cinco minutos, con su famosa canción
de una sola nota; el piso de mi cuarto cruje como exigiéndome que lo use una
vez más, es que él no entiende que los humanos llegamos a una edad en la que no
podemos estar todo el tiempo deambulando ociosamente por todo el lugar, tal vez
porque entendemos que sólo existe una salida y una entrada. Todo en un solo
segundo, y la inquisidora hoja blanca me sigue mirando, riéndose de mis
pensamientos, porque estoy seguro de que los oye de la misma forma como un
concierto de una sinfónica retumba por todo el teatro. La hoja siempre gana: se
burla de lo que escribo y de lo que no escribo, de mis errores ortográficos y
de mis titubeos en las palabras difíciles. Pero hoy no me dejo. Voy a empezar a
escribir… Tengo en frente una hoja de
papel…
Saludos,
Vlogordo
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