Con algo de
hambre, no mucha verdad, me acerco a la máquina que expende esas pequeñas dosis
de pecado por algunas monedas. Miro, analizo, consulto su valor. Finalmente, en
un arrojo de tenacidad casi indescriptible, olvido la recomendación de mi dietista
y opto por un manjar rectangular, hecho con la harina más fortificada que
conozco, pero éste, sin la cubierta de chocolate que hace famosa a esta marca. Lentamente,
delicadamente, como tratando de posponer el final, abro el paquete que contiene
esta delicia gastronómica fabricada en una perfecta sincronía de elementos.
Encuentro ese papelito, ese odioso papel que me priva de un valioso pedazo de
esta exquisita manducatoria comprada a una fría máquina un lunes en la mañana.
No desespero. Con cuidado, lanzando improperios mentales al genio inventor de
esta incansable vianda por incluir el adminículo vicioso que me genera esta
horrible pesadilla, tiro del lado más visible. Veo impávido cómo parte de mi
suculento desayuno se desprende sin temor de sus hermanos (y hermanas) y por
más intentos de cuidar la integridad de este postre, lentamente ese odioso
intruso me despoja de unos cuantos miligramos de mi cuidadosa compra. A medida
que lo hago, también pienso en que si ejecuto cuidadosos pero rápidos
movimientos, tal vez, y sólo tal vez, podría aprovecharme de una mayor cantidad
de migajas que de otra forma tendría que desechar en el frío silencio de un
cubo de basura. Sin temor, y ya casi con desprecio, termino de retirar este
fastidioso elemento y lo logro con una habilidad pasmosa, alcanzada después de
muchos años de práctica. Entiendo ahora por qué no volví a comprar Gala y me
inclino más por el Chocoramo.
Saludos,
Vlogordo
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