¿Qué fuerza
magnífica impide que te caigas? ¿Qué ángeles invisibles te transportan con
tanta paciencia y tanta frialdad, que te hacen pelear con el viento y todas
esas partículas y seres diminutos que habitan cada milímetro cúbico de esta
pequeña canica azul suspendida en el tiempo y el espacio? ¿Cómo sólo dos
rueditas te soportan y soportan a su vez una magnífica felicidad, una
indescriptible sensación de libertad, una maravillosa experiencia entre
velocidad, temor, ternura y un toque sutil de desesperación? ¿Cómo haces para
que al levantar tus pies del suelo, que mantienen tu cordura y tu seguridad
intactas, y lo cambias por un pavoroso sentimiento de angustia que se debilita
con cada centímetro que recorres en el tiempo viejo de la eternidad pospuesta?
Lo intento y lo intento, pero mi viejo cuerpo abatido se conduele de mi temor y
clava con un puñal de temor mis plantas de mis pies sudorosos sobre el frío
pavimento que presiento será mi próxima estación. Pero, qué siento, siento un
arrojo de hidalguía y gallardía que nunca en mi existencia había sentido;
siento un impulso irrefrenable de moverme sin importar nada, ni aquel extraño
con vestido negro que se aproxima y sin predecir su destino casi ni advierte
que estoy ahí en esta bestia metálica. Podría hacerle daño. Podría hacerme
daño. Pero este sentimiento que aborda cada poro de mi cuerpo me exige que lo
haga, me obliga a vencer esos miedos y adentrarme en los oscuros vericuetos que
nunca he conocido, aquellos de esa alegría momentánea que he visto en otros,
pero han sido tan esquivos para mí toda la vida, que ya los creía muertos. Un
pie, un impulso, otro pie, y sálvese quien se me atraviese, porque aquí voy, en
mi primera lección de bicicleta…
Foto por Camila Arango Villegas
Saludos,
Vlogordo