jueves, 3 de mayo de 2012

¿Cómo me lo había perdido?


¿Qué fuerza magnífica impide que te caigas? ¿Qué ángeles invisibles te transportan con tanta paciencia y tanta frialdad, que te hacen pelear con el viento y todas esas partículas y seres diminutos que habitan cada milímetro cúbico de esta pequeña canica azul suspendida en el tiempo y el espacio? ¿Cómo sólo dos rueditas te soportan y soportan a su vez una magnífica felicidad, una indescriptible sensación de libertad, una maravillosa experiencia entre velocidad, temor, ternura y un toque sutil de desesperación? ¿Cómo haces para que al levantar tus pies del suelo, que mantienen tu cordura y tu seguridad intactas, y lo cambias por un pavoroso sentimiento de angustia que se debilita con cada centímetro que recorres en el tiempo viejo de la eternidad pospuesta? Lo intento y lo intento, pero mi viejo cuerpo abatido se conduele de mi temor y clava con un puñal de temor mis plantas de mis pies sudorosos sobre el frío pavimento que presiento será mi próxima estación. Pero, qué siento, siento un arrojo de hidalguía y gallardía que nunca en mi existencia había sentido; siento un impulso irrefrenable de moverme sin importar nada, ni aquel extraño con vestido negro que se aproxima y sin predecir su destino casi ni advierte que estoy ahí en esta bestia metálica. Podría hacerle daño. Podría hacerme daño. Pero este sentimiento que aborda cada poro de mi cuerpo me exige que lo haga, me obliga a vencer esos miedos y adentrarme en los oscuros vericuetos que nunca he conocido, aquellos de esa alegría momentánea que he visto en otros, pero han sido tan esquivos para mí toda la vida, que ya los creía muertos. Un pie, un impulso, otro pie, y sálvese quien se me atraviese, porque aquí voy, en mi primera lección de bicicleta…

Foto por Camila Arango Villegas


Saludos,

Vlogordo